TINO, EL LECHERO, EL DE LAS CIGUEÑAS, UN HOMBRE SENCILLO MUY QUERIDO.


Tino, el lechero, el de las cigüeñas.

 

Momentos después de hacerse esta fotografía moría Celestino García Díez en Madrid.

En mitad del mercadillo de los miércoles y los sábados, hay esta semana un hueco frío sobre la piedra de la Plaza Mayor de León. Es el sitio en el que habitualmente instalaba su puesto Celestino García Díez, el leonés que el pasado domingo 26 de octubre falleció en Madrid cuando participaba en la Fiesta de la Trashumancia.

Lo conocían en media ciudad y en media provincia, aunque no por ese nombre. Era simplemente Tino, el lechero para unos, el de Santibáñez (de Bernesga) para otros, el de las cigüeñas… Alguno de sus familiares, cariñosamente, le apodaba Séneca.

Murió el pasado domingo participando en una de las tradiciones de las que se había convertido en habitual: la Fiesta de la Trashumancia. Llevaba casi ocho años viajando a Madrid para esta celebración, acompañando al grupo Tenada. “Estábamos encantado con que viniera con nosotros”, dicen los miembros de esta asociación. En la plaza, los otros vendedores dicen que “era un buen compañero”. Lo cierto es que detrás de la noticia de su muerte, en plena calle Mayor de Madrid, al bajarse de los zancos con los que realizaba el desfile, queda mucho más que las referencias a que el trayecto tuvo que ser modificado o a que el Samur instaló un pequeño hospital de campaña para intentar reanimarlo: queda la biografía de un personaje fascinante.

Alegre, emprendedor, sabio, filósofo, observador, irrepetible, polifacético, inteligente o trabajador son algunos de los adjetivos que aquellos que le conocieron en vida emplean para describirlo. Sobre todos ellos, destaca uno: auténtico.

A Tino le conocían como el lechero en muchas casas del centro de León. Durante años bajó desde su pueblo, primero en bicicleta, con una cántara a cada lado, luego en un Isocarro, para repartir leche.

A Tino le conocían como el de Santibáñez en la plaza, donde tenía sus clientes habituales desde hace años, donde siempre se instalaba en el mismo sitio para vender los frutos de la huerta que con la sabiduría de quien se había pasado la vida totalmente identificado con el medio, conocedor hasta el más mínimo detalle de la flora y la fauna entre las que se crió. En su pueblo, además, regentaba una de esas tiendas tradicionales en las que el cliente puede encontrar desde alubias hasta hojas para la máquina de afeitar pasando por cuerdas, conservas, herramientas, tabaco.

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A Tino le conocían como el de las cigüeñas (alguien propuso en su día que su pueblo pasara a llamarse Santibáñez de las cigüeñas) porque su conocimiento de las zancudas hizo que muchas de ellas anidaran allí cuando las echaron de la Catedral de León. Aún hoy se puede apreciar la gran cantidad de nidos que hay, muchos de los cuales llegaron a hacerse allí gracias a los reclamos que Tino inventó.

“De una piedra, sacaba una conclusión”, dice uno de sus familiares. Le fascinaban la Historia y la Prehistoria y conservaba una colección de fósiles que había ido recogiendo en sus paseos por el campo. Los que le conocieron dicen que iba descubriendo a cada paso miles de detalles que al resto se les escapaban.

Pero el carácter polifacético de Tino iba un poco más allá. Con la misma facilidad que construía un horno, para el que inventaba una herramienta que le ayudara a colocar los ladrillos formando una bóveda, podía cortar las pezuñas de las vacas, domesticar a todo tipo de animales (incluido aquel gocho que tuvo, de nombre Felipe,al que dicen que casi hacía hablar y que le seguía a todas partes), caminar sobre zancos, coserse puntos a sí mismo, amputar una pata a una oveja (“si llega a tener tiempo, le hace una prótesis”, dicen sus familiares) o tallar en madera escenas de la Biblia que él interpretaba a su manera.

Aquellos que le conocieron le apreciaron y ahora reconocen que su muerte fue prácticamente en acto de servicio. “No podía morirse en la habitación de un Hospital ni en la soledad de su casa”, dicen. Lo cierto es que murió junto al Ayuntamiento de Madrid, en medio de una de esas tradiciones que tanto le apasionaban, como le apasionaban Las Cabezadas, el desfile de los Carros Engalanados o la fiesta de La Virgen del Camino en San Froilán. Murió al bajarse de los zancos, justo cuando la tradición establece que los pastores deben hacer un alto en la Plaza de la Villa.

Tenía antecedentes de enfermedades coronarias y una operación pendiente, pero los que allí estaban y los que le conocieron aseguran que Tino murió de emoción.

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