Cuando hace 10.000 años la mayor parte de Europa permanecía aún afectada por los hielos de la última glaciación, en la Península Ibérica se operaba un paulatino ascenso del clima que ocasionó una sequía estival, característica del actual clima mediterráneo.
La singular orografía peninsular, con alineaciones paralelas de grandes cordilleras orientadas en sentido este-oeste, alternando con profundos valles fluviales y altas mesetas, permitió sobrevivir a una gran cantidad de herbívoros salvajes, que con sus migraciones estaciónales aprovechaban los pastos frescos de las montañas durante las épocas de sequía, retornando a los valles abrigados del sur o de las templadas áreas costeras durante los meses de invierno.
En libertad, el ganado se desplaza continuamente en busca de mejores pastos; sometido al hombre es este el que se preocupa de favorecer la tendencia natural y de asegurar a sus ovejas, cabras o vacas pastos para el invierno y el verano. Surge así la costumbre de las migraciones semestrales.
La trashumancia en la península se remonta al tiempo de los godos, e incluso al tiempo de los aborígenes iberos, cuyos pastores andariegos prestaron valiosa ayuda a los cartagineses en sus marchas a través de España.
Sin embargo, la verdadera causa que obligaba a la migración ganadera, se apoyaba en los rudos contrastes topográficos y climáticos que hacían necesario el cambio semestral.
El clima obliga a cambiar de lugar de pasto: en verano, con el calor, a los pastos de altura; en invierno, en cambio, a las tierras bajas. Según esto, se hacen tres tipos de pastoreo. En el primero hay que hacer largos trayectos en busca del pasto. En éste los rebaños suelen ser grandes y en los trayectos se llegan a hacer hasta a 140 Km.
En el segundo tipo, los trayectos son más reducidos y los rebaños menores. En el último, los rebaños son todavía menores y no suele haber un pastor dedicado a ellos en exclusiva. Generalmente, se alterna el trabajo de la tierra con el del pastoreo y el rebaño suele estar en los terrenos de la casa o del pueblo.
En los dos primeros casos, los pastores suben con sus rebaños a primeros de mayo a los pasos altos, a los lugares donde están sus refugios y rediles, y allí pasan el verano y el otoño.
El topónimo «Cameros» parece tener su origen en el nombre de los más antiguos pobladores de la zona: los cántabros y los iberos. El territorio que habitaban tomó nombre de unos y otros, sintetizando la denominación «Camberos«, que el paso del tiempo y la evolución natural del lenguaje simplificó en el actual «Cameros«.
Aquellos primeros pobladores de Cameros eran pastores. Ya en el Neolítico practicaban un pastoreo trashumante, aposentándose durante el verano en las zonas elevadas de la sierra al provecho del pasto fresco y emigrando durante el invierno a las tierras más templadas de los Valles del Ebro y del Duero, en busca de alimento para sus ganados.
La Alta Edad Media es la época en la que se empieza a forjar lo que hoy conocemos como Territorio Municipal. El desarrollo del Régimen Feudal vería cómo los Reyes recompensaban a sus Nobles con Señoríos sobre determinadas zonas, o ampliaban las posesiones de la Iglesia con extensas donaciones.
Tales repartos de tierras, grados de dominio y, en general, estructuras de población forjadas a lo largo de la Edad Media han pervivido con gran fuerza hasta el momento actual, como demuestra el hecho de que las entidades de población que existen en el siglo VII son las mismas que se encuentran en el siglo XVIII. Así, en aquel siglo, la mayor parte de las tierras de la zona de Cameros eran Señorío de los Duques de Aguilar; el resto se repartía entre villas de realengo, villas de abolengo y propias de los vecinos.
En la búsqueda de pastos, las fronteras políticas no fueron obstáculo insuperable como lo demuestran los acuerdos firmados por Segovia, Ávila y Escalona, entre otros. Este sentido también se observa en la política de adquisición de tierras que realizan algunas Ordenes Militares.
Menos afortunados y obligados a compaginar agricultura y ganadería dentro de sus términos municipales, los Concejos buscan una salida a la ampliación del territorio, a costa de los musulmanes o en perjuicio de los Concejos limítrofes. Los conflictos por el aprovechamiento de los pastos llegarían a ser numerosos como consecuencia de la aspiración a ser autosuficientes y poder disponer de tierras propias desde la montaña a los valles sureños.
Se hace necesario proteger estos recursos, incluso con las armas, y solo quienes tienen medios pueden hacerlo y logran mantener esta riqueza. Los mayores propietarios del ganado son los monasterios-iglesias, los grandes nobles y, desde el siglo XI, los caballeros de los Concejos surgidos a lo largo del valle del Duero.
Estos propietarios crean e impulsan las Mestas Locales o Agrupaciones de Ganaderos. Las constantes escaramuzas, roces, pleitos y luchas por los pastos y los tributos abusivos que se exigían acabo por hacer ver la necesidad y el interés de lograr acuerdos de carácter general y para todo el reino. Este proceso culmino con la creación del Honrado Concejo de la Mesta, al ordenar Alfonso X, que en cada villa o tierra de las Ordenes Militares se fijara un lugar y sólo uno para recaudar el Montazgo en la siguiente proporción: «dos vacas o su valor, ocho maravedís, por cada mil; dos carneros o un maravedí por cada mil ovejas, y dos cerdos o veinte sueldos por cada millar de puercos, dejando a elección del dueño el pago en animales o en dinero.
Aunque la trashumancia se ha mantenido hasta el día de hoy, al llegar rebaños de varios puntos de España huyendo de las frías temperaturas del norte peninsular, lógicamente la tradicional trashumancia, salvo casos aislados, ya no se efectúa a través de las cañadas, sino por carretera a bordo de camiones que trasladan estos rebaños en un tiempo mínimo, perdiendo así todo el romanticismo de antaño.
En la actualidad se llevan a cabo movimientos tendentes a la recuperación de estas históricas cañadas. Estas fértiles tierras y la riqueza de sus pastos llegaron a tener tal fama que se acuñó la frase de Las ovejas lamiendo engordan. Fueron tierras sin dueño, tierras de vaivén; ejércitos de mil banderas avanzaron y retrocedieron sobre ella a lo largo de los siglos; fue lugar de paso y asentamiento de cartagineses, romanos y árabes hasta que, por fin, los monjes-guerreros de la Orden de Calatrava, tras dura pugna, pusieron fin a la dominación sarracena empujándolos hacia el sur, haciéndose la paz y dando lugar a la invasión de otros lanudos y parsimoniosos ejércitos que inundan el valle durante seis meses al año.