LOS TRANSPORTES DE VIAJEROS EN EL SIGLO XIX

Los transportes de viajeros por carretera, de 1814 a 1860, se realizaban además de en diligencias, en caballerías, coches, galeras, etcétera. En este artículo se analiza el conjunto de estos transportes, así como las instalaciones hoteleras, de ayuda al viajero, y la seguridad en los caminos.

En los reinados de Fernando VII y de Isabel II, las innovaciones en materia de transportes de personas son importantes: vapores para la navegación interior en el trayecto Sevilla a Cádiz, por el Guadalquivir, diligencias por las carreteras y, por fin los ferrocarriles.

La fecha de principio es muy clara: 1814, cuando vuelve Fernando VII; la fecha final es más difusa, más o menos hacia 1860, cuando el ferrocarril se, enseñorea de todos los transportes, al menos los de mayor tráfico.

Viajes a pie

Los viajes a pie, que en el siglo XVIII tuvieron alguna importancia como medio de movilización del pueblo llano, en el siglo XIX se puede decir que desaparecen, al menos en las largas distancias.

Richard Ford escribe, refiriéndose su relato a los primeros años de la década de los treinta, lo siguiente sobre esta forma de viajar: «Además, como ningún español anda por gusto y nadie emprende una jornada a pie, sino los mendigos y vagabundos, no se comprende que se haga más que por absoluta necesidad. Por esta razón los peatones son mal recibidos y objeto de toda clase de sospechas.»

La disminución, sino desaparición de las peregrinaciones, la desamortización que privó a la Iglesia de gran número de sus conventos y hostales, y el progreso de los medios de comunicación explican que los viajes a pie desaparezcan, al menos en las distancias largas. George Borrovv, que pocos años después va y viene por unos y otros caminos, solamente menciona incidentalmente encuentros con peatones, en algún caso; por ejemplo, al entrar en Galicia, escribe: «Cuando encontramos a dos gallegos que iban a segar a Castilla», y en el camino de Pontevedra a Vigo dice poco después: «Era un camino muy transitado.., continuamente nos cruzábamos con numerosos jinetes y peatones.»

Sin embargo, en las distancias cortas, sí permanece el viajero a pie; así se deduce de los estudios económicos de solicitud de concesiones ferroviarias que hemos podido consultar, en los que, frecuentemente, se cuenta con los peatones como futuros usuarios del ferrocarril que se solicita.

Viajes en caballería

También el viaje en caballería, prescindiendo de momento de los viajes por la posta, está en franco declive; ya hemos señalado, en otra ocasión, que puede fecharse en los últimos años del siglo XVII el momento en que el transporte sobre ruedas sustituye al transporte en caballerías en las carreteras españolas en términos generales

Claro es que, como dice Ford, para ir por ciertos itinerarios, no había otra solución que utilizar caballerías, y a poder ser propias: «Como quiera que en las grandes extensiones de terreno que se hallan situadas entre las carreteras hay gran escasez de medios de comunicación, poco tráfico y nadie exige comodidades de ningún género, se hace difícil incluso encontrar mulas o caballos; por esta razón, nosotros hemos preferido siempre llevar a estas largas excursiones nuestras propias caballerías.»

Con esta declaración previa da a sus compatriotas, a continuación, unos consejos sobre la forma de viajar a caballo por España, que son interesantes, pues, indirectamente, nos describen esos viajes. En primer lugar aconseja viajar acompañado, a poder ser, por un amigo:

«No recomendaremos, en modo alguno, una larga caminata a caballo sin compañía: no sería agradable para los amigos o familiares, que se quedan siempre con inquietud, ni es prudente exponerse, sin ayuda, a los accidentes a que están siempre sujetos caballo y jinete. Los que tengan un amigo con quien puedan ir, harán muy bien en hacerlo así.»

Más adelante, Ford describe la jornada óptima y la manera adecuada de realizarla: «La jornada diaria oscilará, según las circunstancias, entre veinticinco y cuarenta millas. Se debe emprender el camino antes de amanecer, cuidando de que el caballo haya comido, por lo menos, una hora antes.»

Observamos dos innovaciones sobre el siglo anterior: que el criado vaya también en caballería, y que el equipaje más voluminoso se envíe por un cosario anticipadamente.

También nos habla Ford de otra forma de viajar en caballería, uniéndose a las reatas de arrieros, sobre todo si «va una sola persona», ocupando algunas de las mulas vacías, como ya recomendaba Labor- de a principios de siglo: «Los muleros de España gozan de justo renombre; el término genérico es arriero, de su iarre, arre! completamente árabe, como lo son casi todos los vocablos relacionados con su arte, pues los moriscos fueron durante mucho tiempo los trajinantes en España. Viajar con un arriero, cuando el viaje es corto o va una persona sola, es seguro y barato; además, muchos de los rincones más pintorescos del país, Ronda y Granada, por ejemplo, difícilmente pueden visitarse sino a pie o a caballo. Estos hombres, que están siempre por las carreteras, arriba y abajo, son las personas que pueden proporcionar más lujo de detalles; sus animales pueden alquilarse todos, pero una reata entera no es cómoda para viajar, pues siempre van uno detrás de otro. El primero lleva una campanilla de cobre, con badajo de madera, para ir anunciando su marcha.»

Merecen destacarse sus elogios a la honradez y hombría de bien de los arrieros, así como su declaración de haber «andado muchas leguas… con estas caravanas»; resulta, por tanto, interesante también este otro párrafo: «El arriero español es un hombre agradable, inteligente, activo y sufrido; resiste hambre y sed, calor y frío, humedad y polvo; trabaja tanto como su ganado y nunca roba ni le roban. Mientras los que se tienen por mejores, en este país, dejan todo para mañana, excepto la quiebra, él es puntual y honrado, de temple y nervios de acero.

 Calesa

COCHE DE COLLERAS

Fue uno de los coches más representativos del siglo XVIII. La collera era el nombra que recibía la pareja de mulas o caballos que estaba unidos por un collar o yugo. Era una especie de carroza de 4 plazas y 4 ruedas, poco elegante, sólido y de suspensión regular. El motor lo formaban 6 mulas, unidas de dos en dos, y separadas por los tiros. Lo conducían un mayoral y un zagal colocados en el pescante y recorría una media de 60 km/h a una marcha al galope, trote y paso. Un viajeros que recorría España en el siglo XVIII hizo esta descripción de tan singular transporte: «Yo permuté mi coche por un carruaje poco elegante que los españoles llaman coche de colleras, en el que aprender a viajar cuesta algunos ratos de inquietud. Es un vehículo más sólido que cómodo, tirado por 6 mulas que no tienen otro estímulo ni otro freno si no es la voz de sus conductores. El viajero, al ver estas mulas enganchadas, entre ellas y el timón, por simple cuerdas y correr errantes como a la aventura sobre los caminos tortuosos y a veces poco explanados de la Península, se cree abandonado al destino de la Providencia».

CALESA

Fue un coche muy popular en el Madrid ilustrado de los borbones, de origen centroeuropeo cuyo nombre procedía de la palabra «kolitza», diminutivo de «kola», carro o coche. En un principio se utilizó como vehículo ligero, de viaje, con 4 ruedas, capota en la parte trasera y suspendido por ballestas. Pero en España se desarrolló como un utilitario de 2 ruedas, abierto por delante y cubierto con capota de cuero . Disponía de un asiento de 2 plazas y los laterales formaban un semicírculo alargado, cerrado por un toldo para resguardarse de la lluvia. Era tirado por uno o dos animales y uso se generalizó entre las clases más populares utilizándose mucho los días de campo o para recorrer distancias largas porque se adaptaba muy bien a los caminos difíciles de aquella España.

CALESÍN

Era un pequeño coche de 2 ruedas, con capota y ballestas en forma de C, cerrado por delante con cortinas de cuero, decorado y con un estrecho asiento de 2 plazas. Fue un carrueje más ligero que la calesa tirado «por caballos andaluces, cuyos crines ser adornaban con cintas de diferentes colores, y a veces con gasa de plata». El conductor solía colocarse sentado o de pie y circulaban «a la carrera por el campo, pero dentro de Madrid sólo al paso». Cuentan que «de las portezuelas de la mayoría de ellas se desprendía, cuando bajaban señoras, un cuero que llegaba hasta el suelo para que no se les vieran los pies». El alquiler costaba de 20 a 24 reales diarios. De parecidas características fueron otros dos modelos de coche llamados volante y cabriolet.

Viajes en calesas y coches de colleras

Según Montesinos, en su Memoria de 1856, el arancel de los portazgos en las carreteras españolas de 29 de enero de 1831, que modifica el de Betancourt de 1804, recoge en su estructura todos los vehículos que circulaban por aquel entonces, ya que se adicionaron las «casillas referentes a carruajes desconocidos o muy poco usados en nuestros caminos al establecer el anterion».

Siguiendo, pues, ese documento se distinguen dos clases de vehículos: de dos ruedas y de cuatro ruedas.

  • En la primera clase se mencionan: calesas, calesirres, tartanas, birlochos, carabaes, etc.,
  • y en la segunda figuran: coches, berlinas, góndolas, faetones, triciclos, etc., y galeras;

Dentro de cada clase la tarifa varía en atención a la calidad y número de animales de tiro. En cuanto a la calidad se distinguen yeguas, caballos enteros y capones» respecto a «machos y mulas»; y en cuanto al número va subiendo el coste del peaje según el que alcance el tiro, variando desde un animal hasta ocho.

En la segunda clase cabe distinguir, a nuestros fines, dos subclases: coches de colleras y berlinas, por un lado, y góndolas -es decir, diligencias- y galeras por otro. Mientras los vehículos de la primera subclase llevan normalmente -cuatro asientos, los de la segunda de servicio público en general ofrece 15, 18 o mas asientos

«El equipaje se amontona encima, en la parte de atrás, o en una especie de voladizo delante. Para guiar este vehículo se emplean dos personas. El jefe, llamado mayoral, y su ayudante, el mozo, y mejor aún el zagal, en árabe un muchacho fuerte y activo.»


Coche de colleras

«Antes de alquilar uno de estos coches de colleras -que es, ciertamente, una diversión cara- es conveniente tomar toda clase de precauciones y puntualizar los detalles de lo que ha de hacerse y el precio, pues los caleseros españoles rivalizan con sus colegas italianos en falsedad, bellaquería y falta de honradez, que parece ser patrimonio de los que andan entre caballos y distintivo de la gente que maneja la fusta, chalanea y guía de coches. Lo que ha de darse al cochero no debe incluirse nunca en el ajuste, pues siendo este item voluntario y dependiente de la conducta del que lo ha de recibir, es un freno seguro para los excesos de la gente de camino. En justicia, sin embargo, hay que decir que esta clase de españoles son, por lo general, amables, atentos y resistentes para el trabajo, y como no están acostumbrados a las cicaterías o a las esplendideces de los ingleses en Italia suelen ser tan justos en sus transacciones cuanto puede serlo un ser humáno que está constantemente entre ruedas y cuadrúpedos».

«El aparejar los seis animales es una operación difícil; primeramente se colocan todos los arreos en el suelo, y luego va llevándose cada mula o caballo a su sitio y poniéndole los arneses correspondientes. La salida es una cosa muy importante y, como ocurre con nuestros correos, atrae a todos los desocupados de los alrededores. Cuando el tiro está enganchado, el mayoral toma todo el manojo de riendas en sus manos, el zagal se llena de piedra la faja y los mozos de la venta enarbolan sus estacas; a una señal convenida cae sobre el tiro una lluvia de palos, silbidos y juramentos que le hacen arrancar, y, una vez en movimiento, sigue adelante balanceando el coche sobre rodadas tan profundas como los prejuicios de la rutina, con su lanza, que sube y baja como un barco en el mar revuelto, y continúa con un paso vivo, haciendo unas veinticinco o treinta millas diarias…


Colleras

 
Diligencias

GALERAS

Carro para transportar personas, grande, de cuatro ruedas, ordinariamente con cubierta o toldo de lienzo fuerte

La descripción de un viajero británico puede ser la mejor orientación para tener una idea de cómo era este tipo de carruaje: «La galera no es ni más ni menos que un enorme furgón, o mejor dicho, una pequeña casa colocada sobre cuatro ruedas, de una construcción tan sólida que parece tener desconfianza del tiempo. Solamente el bastidor era de madera; de los laterales colgaban esteras de esparto o paja y el fondo, en lugar de estar entablado, consistía en una red de cuerdas sobre la que se apilaba la carga. Los pasajeros eran acomodados como fardos hasta hallar la postura conveniente. Todo era tapado por una cubierta de hierro sujeta por aros de madera y cañas transversales, y las aberturas de atrás y delante eran cerradas a placer por medio de unas cortinas de esparto…».

Viajes en galeras y diligencias

Las galeras siguen circulando por nuestros caminos del siglo XIX, ya que constituían el principal medio de comunicación, al menos en los caminos secundarios, donde no circulaban las diligencias. Así nos lo cuenta Ford:  «Estas máquinas de tortura van periódicamente de ciudad en ciudad y constituyen la principal comunicación y el único medio de transporte entre poblaciones de segundo orden; no son muy diferentes del carro clásico, rueda, en que, según podemos leer en Juvenal, viajaba Fabricio con toda su familia. En España estos primeros medios de locomoción se han estancado, a pesar del progreso y los adelantos de su época, y nos hacen volver la vista a nuestro Jacobo I y a los relatos de Tynes Moryson sobre los carros cubiertos que sirven para llevar a la gente de pueblo en pueblo, pero este modo de viajar resulta muy molesto y se llega tarde a las posadas. Nadie más que las mujeres y la gente de inferior condición viaja de esta suerte. Esto es lo que ocurre hoy en España».

«La galera es un carro grande sin muelles; los lados van forrados de estera, y debajo lleva una red abierta… en la que duerme y gruñe un terrible perro, que hace guardia de cancerero sobre los pucheros, cedazos y otros utensilios propios del gitano… Hay galeras de todos los tamaños. La carga y partida de la galera cuando la alquila una familia que va de traslado, son únicas en España. El equipaje pesado se coloca primero y, encima de todo, las camas y los colchones, sobre los cuales la familia entera descansa en admirable confusión. La galera es muy usada por los pobres estudiantes españoles, únicos en su clase, llenos de andrajos y de desvergüenza; sus aventuras tienen fama de ser muchas y pintorescas y recuerdan algunos de los incidentes de carruaje de las novelas de Roderick Random y de Smolleb»

«Prescindiendo de otras idas y venidas (a caballo o, cuando menos, en mulo) desde Granada a Guadix y desde Guadix a Granada, donde comencé la carrera de abogado, que luego dejé por la de teólogo, pues así juega el hombre con su suerte o la suerte juega con los hombres, tócame ahora hablar de cómo ascendía a viajar en galera, o sea, de mi primer viaje de Guadix a Almería verificado en abril de 1854».

«Érase la galera de aquella de alto bordo, en que los viajeros no van sentados, sino tendidos, y tendidos en verdaderos colchones; galeras curiosísimas en que caben hasta dieciocho yacentes, sin necesidad de que nadie yazga por completo encima de otro; galeras tiradas por diez o doce mulas que no han trotado jamás ni sido esquiladas ni limpiadas; galeras dentro de cuyas bolsas, o colgando de sus varas por la parte exterior, van cajones, sartenes, calderos, catres de tijera, guitarras, baúles, arcas, cestos, trébedes, leña para guisar y hasta un par de cántaros de agua…; algunas de estas cosas en previsión de un atranque que impida llegar a los pueblecitos o ventas del camino y obligue a vivaquear en medio del desierto».

«Porque es de advertir que el camino de Guadix a Almería no existe ni ha existido nunca más que de nombre…».

Volviendo ya al camino de Guadix a Almería, o más bien a mi viaje de 1854 diré que invertí en él cuarenta horas para andar cerca de quince leguas, El primer día salimos de Guadix muchísimo antes de que amaneciera (¡y cuenta que a fines de abril amanece ya bastante temprano!) y a las seis de la tarde, o sea catorce horas después, hicimos alto, al remate de unas llanuras estériles y desiertas, en el pueblo llamado Doña María, donde teníamos pensado dormir, pero donde en realidad no dormimos, por no entrar esto en los cálculos de las no sé cuántas minadas de pulgas que habían adoptado la buena idea de establecerse en el Parador público, a fin de alimentarse con sangre de pasajero. En cambio salieron a relucir las tres guitarras que iban a bordo; y como entre la tripulación no faltaban dos o tres buenas mozas, y el ventero tenía varias hijas muy guapas, y érase una templada noche de primavera y algunos apenas habíamos entrado en quintas, se bailó hasta cerca del amanecer, en que, ya rendidos de sueño y fatiga, nos acostamos todos los viajeros de ambos sexos, a oscuras y como Dios, quiso, en la todavía desenganchada galera, la cual emprendió, al cabo de una hora, su segunda majestuosa jornada».

Más agradable aún que el anterior fue ese otro día de viaje, pues los pasajeros nos tratábamos ya como hermanos… No recuerdo en qué venta medio almorzamos, luego que hubimos descabezado el sueño, y desde entonces fueron varias las cuestas que algunos y algunas subimos a pie, mucho más aprisa que la galera, cosa que nos permitía sentarnos a esperarla en las cumbres, si no preferíamos tomar por algún atajo o trochas que nos consintiese también descender al vallejuelo próximo en menos tiempo que las ya indicadas doce mulas; es decir, que los más resueltos y fogosos hicimos andando casi toda esta jornada».

Al parecer, las galeras adoptaron también el sistema acelerado, es decir, cambiar los tiros de las caballerías de trecho en trecho; así, por ejemplo, el Manual de Diligencias de 1842 dice: «En el mismo año de 1829 la compañía titulada de Caleseros de Burgos, que desde 1828 hacía el servicio de galeras aceleradas entre esta corte y dicho punto, planteó también el de diligencias en la misma línea hasta Vitoria… «Coexistieron, pues, en algunas líneas con las diligencias por su menor coste.

Las diligencias empiezan a funcionar en 1816 y alcanzan su mayor apogeo en las décadas de los cuarenta y de los cincuenta; sólo ceden su permanencia al ferrocarril, retirándose, en la década de los sesenta, a los caminos secundarios a donde no llegaba su mortal competidor.

La diligencia es, en la primera mitad del siglo XIX -o con mayor precisión de 1816 a 1860-, el medio de viajar por antonomasia; la diligencia, en esos años, se hace dueña de todos los itinerarios y carreteras principales. Larra, en uno de sus artículos, La diligencia, cuenta cómo este nuevo medio de transporte ha conseguido hacer viajar, en un mismo vehículo, a las distintas clases y estamentos sociales que antes usaban medios distintos: los coches, los poderosos; las galeras, las clases acomodadas; los carromatos y caballerías, los estudiantes y clérigos, etc. Ahora todos comparten el mismo vehículo, aunque por la acertada estructura de tarifas, con tres o cuatro clases, cada uno puede elegir el asiento que se acomoda a sus posibilidades económicas,

El éxito de la diligencia es fácil de comprender: su mayor velocidad, veintitantas leguas al día al principio; su mayor comodidad y seguridad; sus tarifas relativamente reducidas; su organización comercial, con horarios y paradas fijas; sus paradores e incluso la previsión de indemnizaciones en caso de pérdidas y extravíos, consiguieron que se impusiera allí donde prestaba servicio. Los otros medios o bien tenían que desaparecer o quedar subordinados a la diligencia, como medios complementarios.

En 1826, las diligencias con recorridos diarios de algo más de las veinte leguas, es decir, más de 110 kilómetros diarios, corrían ya por los grandes itinerarios; sus costes oscilaban entre 6,5 a 1 1 ,5 reales/legua en primera clase y entre 4 y 5,75 reales/legua en tercera clase.

En 1854, los recorridos diarios habían aumentado a unas 36 leguas, o 200 kilómetros; la capacidad de los vehículos llegaba hasta las 22 plazas en los mayores, y los costes unitarios habían descendido, siendo ahora de 3 a 5,63 reales/ legua en primera clase, berlina, y de 1,20 a 3,26 reales/legua en cuarta clase, imperial.

Sirva como testimonio de estas velocidades estos párrafos de Alarcón, en los que describe, en su viaje a Santander, el tramo Madrid-Valladolid, que hace en diligencia:

«Salí de Madrid, mi querido Pepe, del modo y manera que sabes: empiringonado en el cupé de la diligencia de Valladolid, con menos que mediana salud, a las seis de una caliente mañana de agosto, no muy previsto de metales preciosos, en busca de aire y agua, dos artículos de primera necesidad que escasean en la Corte de las Españas; con los bolsillos llenos de melocotones y naranjas, que tú me diste, y en la amable compañía de mi bastón, mi paraguas y mi saco de noche».

«De Madrid a Valladolid hay 34 leguas y pico, que se andan en veintitrés horas. Llegué, pues, a las cinco de la mañana a la ciudad de D. Al- varo de Luna».

Viajes por las postas

Los viajes por la posta estaban regulados por el Reglamento de 7 de octubre de 1826; en los viajes a caballo, a la ligera, la tarifa era de 14 reales por legua, además de los 40 reales de la licencia y del doble pago de la primera posta; en los viajes en silla, es decir, sobre ruedas, la tarifa era de 7 reales por legua por la plaza de la silla y 6 reales por legua por cada caballería, dos como mínimo en general, y otros 6 reales por posta en concepto de agujetas para el postillón, amén de la licencia y del pago doble de la primera posta. En esos primeros años, las carreras de Madrid a Rayona, de Madrid a Cádiz, de Valladolid a Burgos y de Madrid a Badajoz, estaban montadas para poder ir a la ligera o sobre ruedas, y las demás sólo para ir a la ligera. Silla-correo sólo había en la carretera de Andalucía y, posteriormente, en la de Bayona.

Con estos datos puede calcularse que el coste de la posta a la ligera, a caballo, andaba por los 15 reales/legua, y el de la posta sobre ruedas, en silla alquilada al Servicio de Correos, alrededor de los 22 reales/legua, en los recorridos largos.

Las velocidades máximas fijadas en el Reglamento de 1826 eran las 32 leguas en las veinticuatro horas.

Paradores, ventas y mesones

Las posadas donde paraban las diligencias para que los viajeros descansaran, comieran y, en su caso, durmieran se llamaban paradores, y en las carreras principales estaban bastante cuidadas, con buenas camas, ropa limpia, cubiertos hasta de plata, etc., como se lee que exigían las compañías a los posaderos en el Manual de diligencias de 1842. Los viajeros escritores de la época, Ford, Gautier, etcétera, confirman esas comodidades y atenciones; los costes de los servicios eran: desayuno, 2 reales; almuerzo-comida, 8 reales; comida, 12 reales; cena, 10 reales, y cama, 4 reales.

De las demás instalaciones hoteleras, hoteles y fondas, posadas, mesones y ventas, de nuevo es Ford el que suministra una información más completa, desde su perspectiva británica, naturalmente. De las fondas dice: «La fonda sólo se encuentra en las grandes ciudades y puertos principales, donde se ha impuesto la necesidad de ellas por la concurrencia de extranjeros. Casi siempre tienen anejas una botillería, donde se expenden bebidas de todas clases, y una nevería, donde se sirven helados y pasteles. En la fonda sólo se acomodan las personas, los animales no; pero suele haber cerca una cuadra o una posada modesta, donde se envían los caballos. La fonda está, por lo común, bien provista de todos los artículos con que los sobrios y severos indígenas se contentan; el viajero, al hacer comparaciones, no debe olvidar nunca que España no es Inglaterra».

La seguridad en los caminos

Hasta los años cuarenta parece que bastantes bandidos pululaban por los caminos, de Sierra Morena para el Sur principalmente.

Según Mesonero Romanos, en sus Memorias de un setentón, en los últimos años del reinado de Fernando VII la seguridad en los caminos era muy problemática: «Conocidos son los nombres de los «Niños de Ecija», «Jaime el Barbudo» y «José María», y otros héroes legendarios de esta calaña, que eran dueños absolutos de carreteras y travesías, y con quien las empresas de transporte, y hasta el mismo Gobierno y la Real Familia tenían necesidad de entrar en acomodos y pagar tributos, a manera de seguro, por no ser molestados, o bien que, indultados alguna vez de las penas merecidas, venían con ciertas condiciones a convertirse en escolta de los mismos viajeros que antes desvalijaban o hacían perecen).

Los desgraciadamente famosos «Niños de Ecija» realizaron sus fechorías en los primeros años del reinado de Fernando VII. Pregonada su persecución por edicto de la Audiencia de Sevilla, fueron apresados, juzgados y ejecutados en 1817 y 1818, y, según las costumbres de la época, varios de ellos descuartizados y puestas sus cabezas y cuartos en los caminos para general escarmiento.

La historia de «José María el Tempranillo es, por el contrario, rocambolesca; bandolero de Sierra Morena, donde, según la leyenda, evita la violencia y el crimen y, a cambio de sus robos y asaltos, protege a los viajeros de otros bandidos de poca monta, después de bastantes años de fechorías es indultado en 1832 por Fernando VII y, sorprendentemente, nombrado comandante del Escuadrón de Protección y Seguridad Pública en Andalucía, como nos relatan Quirós y Ardila en su libro El bandolerismo andaluz.

Mercancías

Resulta, por tanto, que las mejoras del sistema de transportes de mercancías por carreteras y caminos debían producirse por las dos posibilidades enunciadas: sustitución de los transportes a lomo por transportes en carro y modernización de los carros.

A pesar de que las informaciones sobre el tema no son muy abundantes en esta época, de las que hemos encontrado podemos deducir que en efecto las cosas discurrieron en las direcciones marcadas.


Featones

FAETÓN, GÓNDOLA Y FURLÓN

El faetón fue un coche descubierto, de 4 ruedas, alto y ligero. Era tirado por uno o dos caballos y hubo 2 modelos: gran faetón y faetón jardinera. El primero tenía 2 asientos laterales para 2 personas y para ello eliminó el asiento posterior destinado para el lacayo o mozo; el segundo fue un coche de 4 ruedas, abierto, de 4 o 6 plazas y de acceso trasero. Lo tiraban de 2 a 5 animales y fue el carruaje que durante mucho tiempo prestó servicio de Madrid a los Reales Sitios como Aranjuez o El Pardo.

Por su parte la góndola fue otro de los vehículos que también hacía el trayecto Madrid-Reales Sitios. Era tirado por 7 u 8 mulas y contaba con 12 o 14 asientos. Mucho más popular y económico que el faetón, fue uno de carruajes más rápidos y cómodos de finales del siglo XVIII. Por último, otro modelo muy popular en las calles y caminos de Madrid fue el furlón, vehículo de 4 asientos, cerrado con puertecilla y caja colgada por correones.

Y nos cuenta cómo los arrieros transitan no sólo por los viejos caminos, sino también por las carreteras: «Los arrieros españoles caminan a lo largo de ellas (carreteras), pero bordeándolas por veredas trilladas en la arena o los guijarros, como si se avergonzaran de pasar por el centro o considerarán que no era necesario un camino tan ancho para su modesto tráfico».

Y su forma de marchar, subrayando que los arrieros cargan muy bien sus caballerías: «Los demás le siguen si le ven y, si no, por el ruido del cencerro. Van muy cargados, pero científicamente, si así puede decirse. La carga de cada uno se divide en tres partes, una colgada a cada lado del lomo y otra en medio. Si no está bien equilibrado el peso, el arriero lo descarga o lo arregla, añadiendo una piedra a la parte más ligera, compensándose el aumento de peso que esto supone con la comodidad que representa el llevar una carga igual. Estas acémilas van vistosamente adornadas con arreos llenos de colorines y flecos. La cabezada es de estambre, de varios colores, y en ella van sujetos muchos cascabeles y campanillas; de aquí la frase «mujer de muchas campanillas», que se aplica a las que son aficionadas a lucir mucho, a hacer ruido y tienen pretensiones. El arriero va a pie junto a sus burros o montado en uno encima de la carga con las piernas colgando junto al cuello, postura que no es tan incomoda como, a primera vista, puede creerse. Una escopeta vieja pero que aún sirve y se carga con postas va colgada con él, y con ella, muchas veces, una guitarra».

«La carreta no representa solamente el monumento material de aquella época de re poso y calma, sino que es el símbolo de la paz y de la tranquilidad que disfrutaban las ciencias, las letras y las artes y, lo que es más envidiable aún, las conciencias de aquellos bienaventurados mortales que todo lo que hacían y todo lo que pensaban, 1o pensaban y lo hacían, según sus propias palabras, a paso de carreta».

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